La locomotora de los ingleses,
inmenso fierro rodeado de vapor, rugía por los campos de Tacuarembó.
Desde el fondo de la formación, en
una curva, la ventanilla mostraba el avance, surcando un pardo mar de langostas
que cubrían la vía.
De la mano de mi padre, en una
aventura inolvidable, tratamos de ver algo más y con la excusa del agua para el
mate, atravesamos la formación. El piso de piedras fluía áspero y amenazante desde
los espacios vacíos entre vagones.
Gente olvidable en butacas de cuero o de
madera, mozos vestidos prolijamente de blanco, equilibrado bandejas y en el
último espacio, la cocina.
Desde allí se veía claramente la
máquina con su depósito de carbón, navegando el sargazo de langostas, como una
barcaza caliente.
Al día siguiente, en los húmedos
campos costeros del Sandú, recientemente inundado, las saltonas ya eran
solitarias y agonizaban.
Nunca más las vi juntas. Las recordaba
cuando al recorrer el campo, sus hermanas menores, las tucuras, nos hacían
compañía.
O cuando el Profesor Silveira Guido
recordaba cómo había perdido el olfato al combatirlas con gamexane y al oír
comentarios camperos de eficaces santiguados.
La naturaleza, orquestando el
misterio de las migraciones en masa de bichos de todo tamaño, cerrando círculos
vitales de construcción y destrucción, comparables a los de acumulación-erosión
del mundo mineral. A menudo
escondiéndose en fenómenos aparentes, citando el pensamiento de Heráclito de
Éfeso, reciclándose y devolviendo la tierra lo que consume.
Otros consumos de suelos, bosques,
océanos, praderas, se atesoran en bancos, en armas o en gastos superfluos.
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